Independientemente de la fuerza de la corriente sanguínea los leucocitos tienen la capacidad de atravesar la pared de los vasos sanguíneos para llegar donde se les necesite. Más de la mitad de los leucocitos monta guardia por todo el cuerpo; el resto sigue la corriente sanguínea.
Su misión es defendernos de los virus, hongos, parásitos o células deterioradas de nuestro propio organismo que pueden poner en peligro nuestra integridad. Si no controlaran o eliminaran estos patógenos y otros tóxicos rápidamente se producirían enfermedades graves. Al igual que ciertos comandos policiacos, la vida de los leucocitos es dura, peligrosa; y en el caso de los leucocitos, corta.
Según la naturaleza del agente invasor los leucocitos realizan dos tareas básicas. Algunos linfocitos y los basófilos actúan parecidos a minas: en presencia de un extraño explotan y vomitan sustancias químicas que hace posible que se produzca otro mecanismo de defensa del sistema inmunológico: la inflamación. Los vasos sanguíneos se dilatan, ciertas proteínas sellan la zona, acorralando al enemigo, y las paredes de los vasos sanguíneos se vuelven pegajosas.
Esta rotura inflama la zona y prepara el camino para que se produzca la batalla. Aquí entran en acción el otro grupo de defensa, los neutrófilos, eosinófilos y monocitos. La función de estos leucocitos es la de combatir y “comerse”, fagocitar al enemigo atrapado. Aunque estos leucocitos su misión es comerse a estos invasores, no todos actúan de la misma manera; algunos no hacen más que engullir al agente patógeno; otros sin embargo, lo rompen y digieren. El resultado es que estos fagocitos no hacen más que comer y comer bacterias tóxicas, detritus y materias extrañas hasta morir reventados de la indigestión.
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